“Tanto barrer, y para qué…”
No era una duda existencial (Cornelius Himes no era tan ambicioso), más bien se trataba de una lluvia silenciosa en forma de palabras sin articular, que por algún capricho cultural tomaba la forma de una frase en contacto con su figura inmóvil.
Y es que tocaba descanso, y llegaba la flojera.
En alianza infalible con la verticalidad del palo de su escoba predilecta, el Sr. Himes se daba un respiro en sus inacabables tareas de mantenimiento del viejo edificio de negocios de Bize, Bordenave & Co.
Sin emoción alguna, repasaba con su mirada el paisaje artificial de muebles, estucos y azulejos decorativos que lo rodeaba, y que se sabía de memoria a fuerza de empeñar todas las horas del día en él. Podría perder la vista y seguir trabajando sin darse cuenta siquiera, tal eran de rutinarios sus gestos y de previsibles sus rutas y movimientos.
“Sé que al final los absolvieron, pero ¿qué pasó después?”
En vano intentó recordar. Los hechos yacían bajo mil estratos de polvo, cordura y tiempo, equivalentes a todo lo que su fiel escoba había ido empujando durante años, rítmicamente, al son de su bolero favorito “Siboney”.
Su mirada se cruzó con el imponente reloj Peerless que coronaba el hall de entrada, y le hizo caer en la cuenta que aún tenía pendientes los bronces de la barandilla de la segunda planta, y repasar la masilla de los cristales del altillo (habilitado como archivo por el último contable).
Se puso en marcha, igual que lo hace un molinillo de café, dejando atrás un ligero remolino de pereza. Pasó junto al ascensor y lamentó, una vez más, que no funcionara. Pero la satisfacción de recordar el maravilloso polvo que había causado su avería (aquellas poleas y cables desbordados por la pasión) le hizo enderezar ligeramente su espinazo y trajo una mueca de picardía a su rostro.
“Ahhh, Darlenne, cariño… me destrozaste el cóccix”
Los bronces de la barandilla de la segunda planta, brillarían con la fuerza de un amanecer, algunas horas más tarde.
A. García ©