“yo tb tq”
Rufus W. Thumbderwood contemplaba hastiado la frase que acababa de escribir en su dispositivo móvil de última generación recién adquirido.
Levantó la vista y vió como una ráfaga de aire arrastraba miles de partículas. Pensó de nuevo si se habría excedido al exigir a Doris, la criada de mayor antigüedad, que pasase el trapo a las arizónicas.
Entonces su mirada se detuvo un instante en sus manos y tuvo la visión. Contempló sus pulgares y, bajo estos, 150 años de opresión en forma de teclado QWERTY. Rufus era más partidario del teclado Dvorak pero había desistido tras intentar configurarlo mil veces en su primer smartphone. Pero no nos distraigamos.
Allí estaban aquellos pulgares, condenados desde el siglo XIX por la revolución de las máquinas dactilográficas al ostracismo, a la extensión infinita de la barra de espacio, al silencio. Pero no a un silencio musical, tantas veces reivindicado como expresivo. No. De tener algo que ver con la música, el papel de los pulgares durante el último siglo y medio, en lo que a escritura se refería, se parecería más bien al de los pasadores de hojas de los concertistas de piano: solo se repara en ellos cuando fallan.
En ese mismo momento entendió el sufrimiento, el porqué de aquellos mensajes telegráficos, de aquellas prisas por el envío que dominaban a aquellos pequeños apéndices, casi simétricos, aunque opuestos a sus 8 hermanos, para mayor gloria de la especie humana. Hoy, después de 150 años, los pulgares eran dueños del teclado. Pero quién sabía si aquello era fruto de un despiste de sus secuestradores.
Por eso, Rufus W. Thumbderwood miró a sus pulgares fijamente y con voz pausada les dijo: “No tengáis miedo. El futuro es vuestro… al menos por el momento”.
Entonces, pulsó la tecla de borrado 8 veces exactamente. Y volvió a escribir:
“Yo también te quiero; y te querré siempre, amor mío.”
El viento volvió a soplar y Mr. Thumbderwood se preguntó si era mucho pedir que la tónica estuviese fría. Miró a su alrededor. Estaba solo. Así que decidió guardarse ese justo reproche para mejor ocasión.
Germán S. Miller ©