Y es que existe un vínculo eterno entre lo onírico y lo narcótico. Ayer me fui a cenar a un restaurante especializado en cangrejos de río. Me zampé una fuente de 500 grs. de estos bichos. Con su caldo al ajillo, con sus cabezas repletas de enjundia celestial; acompañado ello de un sabroso y helado Chardonay, como es de ley. Dicho lo hecho me retiré a una terraza de esas que están tan de moda en la programación nocturna de la ciudad. Antes de acceder al lugar, a pocos metros de la entrada, me escabullí tras unos coches aparcados en doble fila y me lié y me fumé uno de aquellos cigarros finos de yerba (buena). Pedí un vodka con jugo de pomelo. En aquel lugar, recostándome confortablemente sobre una hamaca y al abrigo de un elegante jacarandá me dejé llevar por esas deliciosas divagaciones que le sirven a una para descansar la mente tras los sinsabores de la jornada. Me sumergí, así, en la recreación de unos hechos que bien podrían ser una interpretación personalizada de la realidad, mi realidad, en donde un grupo de amigos colegas se volvían a reunir, después de mucho tiempo transcurrido, en torno a un proyecto común, de carácter cultural, recuperando cierta alcurnia olvidada reflejo de sus inquietas y apasionadas tendencias.
Entre tragos, mi ensoñación llevó a este grupo de amigos a un escenario, catalogado en mi mente, como de “época de plata” de la pandilla, entendiendo por ésta la etapa donde experimentaban un resurgir como grupo, acaso adormecido en el tiempo, donde renacía el impulso primigenio que los unió antaño en los orígenes de su relación (que según la teoría expuesta vendría a ser el equivalente a “la época de oro o dorada” / Ojo: no relacionar con la lluvia que recibe el mismo adjetivo).
Mi imaginación situaba su acción en mitad del océano Índico, embarcando a todos los personajes en un buque trasatlántico al más puro estilo “love boat” (“Vacaciones en el Mar”), con musiquita de fondo incluida. En la cubierta del barco, donde un sol radiante baña todos los objetos del espacio bla, bla, bla y cuyo telón de fondo es la inmensidad de un mar y un cielo purpúreo abochornado de calima etérea, bla, bla, bla, se desarrollan los acontecimientos que a continuación se describen.
Deambulando de acá para allá se pasea el garzón Isaac, con su impecable pajarita negra y su níveo frac, repartiendo los cócteles que, con equilibrio admirable, porta sobre el brazo extendido. Cuando se aproxima y se detiene a mi lado se ha convertido en Pablo Flores. Me sonríe y guiña un ojo. Aprovecho para arrebatarle un vodka pomelo. Yo converso con Carla Novillo, sentadas en la barra bar de la piscina, sumergidos los cuerpos hasta la cintura. Ella me cuenta algo que no alcanzo a descifrar y después rompe a carcajadas mientras se contorsiona, maniobra ésta que, en ese momento, me parece muy típico de ella. Al hacerlo la brisa mece los bucles en sus sienes (si no lo digo, reviento). Levantamos la mirada y saludamos a Carlos Ibarreta quien desde el puente de mando nos hace gestos obscenos. Él es el capitán pero en realidad es dos personas a la vez pues se trata de un marino bicéfalo que mientras frunce el ceño con una de sus cabezas con la otra cabecea (o tirita muy rápido) como un demonio de película de D. Lynch. Tras el capitán, en la sala de control y semiocultas en la penumbra, unas criaturas accionan maquinalmente los botones y manivelas que conducen la nave hacia quién sabe dónde, susurrándose cosas al oído, instrucciones maquiavélicas, pienso. Percibo que se trata de sendas entidades que no me atrevo a mentar pero cuyas siglas no obviaré: A.I.de J. y F.C. La primera es de carne y hueso –doy fe de ello…- pero la segunda, ¡ay, la segunda!, no es de este mundo y un humo extraño la envuelve.
Aquí abajo en cubierta, en la plataforma de estribor, cada cual se concentra en sus actividades abandonándose al ocio que favorece tan sorprendente crucero. Sin ir más lejos ahí vemos a Miller, ataviado con su gorro y lentes de baño y, por qué ocultarlo, con una vaporosa y pavorosa capa de lino egipcio, diseccionando meticulosamente, cual samurái nipón, un atún de trescientos kilos que Hugo Clemente acaba de pescar. Éste, junto a tan degolladora visión, se recuesta varonilmente sobre la baranda, sosteniendo un puro en su boca mientras aún blande la caña de pescar. A escasos metros suyos reconozco, sentado en un escabel de mimbre, la silueta de un pasajero que, con la mirada clavada en el horizonte, esboza una tenue e indescifrable sonrisa ténebre (esta palabra me la he inventado pero viene que ni al pelo) como pocas o -mejor dicho- como ninguna. Es la mirada de Ortiz.
¡Ah, qué placer fantasear con estos individuos, tan conocidos y tan desconocidos a la vez!.
Detengo por unos instantes tan agradable viaje sensorial. Abandonando mi posición bajo el jacarandá y me zambullo en el excusado del bar terraza de moda y expelo la orina con los efluvios de los crustáceos que mi organismo ya ha digerido, por lo visto. Tras esnifar unas rayas vuelvo a mi reducto dispuesta a reembarcarme en ese buque de los sueños donde mis colegas me esperan, entregada absolutamente a la mística narcótica y megalómana que me abraza como una muerte dulzona, acaso fraterna.
Sausalito se pavonea, allá en la proa, mientras los turistas se arremolinan para ver su efigie impertérrita cubrirse los ojos de la cegadora luz que reflecta el índico ínfinito usando las mismas gafas de cristales ahumados que lleva en las fotos de sus publicaciones. ¡Es todo un acontecimiento social!. Entre la muchedumbre no me sorprende ver un “gran huevo” humanizado con patas y bigote entablar conversación con una “no menos gran boca” de Dr. House chupando una piruleta. Son A. García y Doctor Amor. ¡Oh, es todo tan armonioso!. No se cómo explicarlo. Los conoces pero no los conoces. Está bastante claro. Al menos eso creo.
De repente la camarera de la terraza de moda está frente a mí y su rostro no puede disimular una mueca de horror o de náusea, no sé, que atribuyo a que, quizá, debo haber estado gesticulando o hablando sola o retorciéndome mientras imagino mis cosas frente a ella, ausente de mi, como poseída…Me espeta que si me trae la cuenta o qué y que van a cerrar. Le pido otro vodka. Entonces vuelvo a perderme en el éxtasis de mi “love boat” y allí los contemplo a todos. Tan unidos. Tan intangibles (y a la vez tangibles, ¡ja, chúpate esa!). Tanta frescura, tanta ilusión, me acongojan. Es como una súper legión fantástica de toreros de salón. Gente de otra época en otra época, dentro de un sueño en otro sueño.
Hoy he despertado con una sonrisa. A mi lado había una frondosa cabellera negra que ha resultado ser la de mi mujer. Mientras permanecía tumbada en la cama, la vista fija en el techo, he pensado: ¿qué estarán haciendo mis colegas de La Pelota que se Va en este instante?. ¿Y mi dealer?.
© Andrea Khoulosuzzio