Era una mujer de carácter difícil pero no exento de ternura. Alta, desgarbada y huesuda, regentaba una casa de huéspedes con ese aire algo insulso y desangelado que tienen los hoteles de veraneo en los meses invernales.
Llegué allí una mañana desabrida y grisácea. Michelle me dedicó una sonrisa contagiosa y me ofreció la mano. Nos caímos bien enseguida. Habla muy bien el francés, me dijo. Si tiene hambre puedo cocinar algo rápido, añadió. Negociamos el precio y me dejó escoger la habitación. No había más huéspedes.
Observé que cojeaba de una pierna, y le pregunté si se había hecho daño. Mientras preparaba la comida, me contó que en su juventud había estrellado un coche deportivo italiano contra un pretil en una carretera costera, y de resultas del accidente la cadera le había quedado dañada. Después de muchas peripecias había acabado aquí. Las cosas no habían salido como tenía planeado. No me quiso revelar mucho más.
A la hora del café, me invitó a entrar en su cuarto de estar privado, donde no entraban los inquilinos. La estancia constaba de un canapé raído, una tosca mesa cuadrada y cuatro sillas desparejadas. Había pilas de libros amontonados en el suelo, y cuadros sin enmarcar apoyados en la pared.
Rechacé el café, así que me sirvió agua de una jarra de peltre. Mientras yo le hablaba, ella ladeaba la cabeza y bajaba la mirada. Quise saber más sobre su historia, pero ella se limitó a sonreírme con un silencio resignado. Alargó el brazo y me acarició la mano como si me diera una limosna.
En esa época del año oscurecía pronto. Me desvestí, dejé la ventana abierta y me acosté. El cuarto de Michelle estaba en la planta superior. Durante unos minutos escuché sus pasos, el crujido del suelo de madera, el abrir y cerrar de armarios, el gorgoteo del agua por la tubería. Pronto cesó el ruido. Desde mi cama, estirando el cuello, pude verla, acodada en el alféizar de su ventana, vigilando el mar como una centinela. No tardé en conciliar el sueño.
Me despertó el ruido de unas ruedas en la grava. Michelle salía con su bicicleta a comprar la leche. El día había amanecido soleado, magnífico. Olía a salitre y humedad. Cuando regresó, bajé a la cocina de un humor excelente y con un apetito voraz. Detrás de la barra, Michelle calentaba la leche, horneaba el pan, y murmullaba para sí misma.
Al mediodía, fuimos en bicicleta a visitar las ruinas de una iglesia en lo alto de una colina. Desde allí, las vistas de la bahía eran espléndidas. Deslumbrada por el sol invernal, Michelle hacía visera con una mano y señalando con el dedo, me decía los nombres de los pueblos costeros. Volvimos al hotel cuando el cielo se cubrió de nubes. Le rogué dormir a su lado. No accedió. Es usted demasiado joven, me dijo.
Durante tres semanas, vivimos como en otro mundo. Michelle cerró el hotel. Estábamos los dos solos. Por las mañanas, ocupábamos el tiempo en la cocina, o pintando y haciendo arreglos en la casa. Después de comer dábamos largos paseos por la playa, y cuando llovía leíamos en el salón del hotel. Al caer la tarde, después de cenar, jugábamos a las cartas o dialogábamos en la penumbra. Nos acostábamos pronto y dormíamos muchas horas. Nos entendíamos bien, haciéndonos compañía como dos náufragos que tienen por delante todo el tiempo del mundo.
Después de mi partida, le envié varias cartas. Jamás obtuve respuesta.
Sausalito Kid ©
11 años ago ·
muy borgiano, kid.