El siguiente relato narra un fragmento de un sueño real que soñó una persona en la periferia de Madrid, en los años ochenta. En el sueño ella está en una estación de metro, se supone que esperando la llegada de un tren. De repente aparece una vaca caminando entre las vías. La gente se alarma y empiezan a escucharse comentarios catastrofistas. Varias personas se aproximan al borde del andén y llaman al animal. Éste parece estar desorientado en el foso, aunque hace ademán de arrimarse a algunos de los que se han agachado y le tienden las manos. Ella se une a este grupo de atrevidos y se coloca justo detrás de uno que está a punto de alcanzar con sus dedos el asta de la vaca y entonces, sin saber cómo, cae a las vías.
Se levanta apresuradamente justo en el momento en que suena una bocina, haciendo que mire en la dirección del túnel de donde procede el sonido. Al instante un punto de luz, todavía lejano, surge en medio de la oscuridad y otra vez estalla con estruendo la bocina de una máquina que ahora sí se sabe con certeza se aproxima a la estación a gran velocidad. Ella se queda petrificada, un terror incontenible le agarrota los miembros y es incapaz de moverse. La gente le llama desde el andén pero ella no reacciona. Tiene ante sí a la vaca, un hermoso ejemplar, berrenda en colorado, que le mira con sus enormes e inexpresivos ojos negros, en los que ella se refleja, viéndose como un diminuto muñeco vudú; por detrás del animal la luz del foco de la locomotora amenaza en las profundidades del túnel.
Y en ese momento ella toma una decisión y, sin dudarlo, se sitúa tras el bovino y comienza a empujar con todas sus fuerzas. Éste levanta sus cuartos delanteros y los posa sobre la plataforma del andén. La gente anima jaleando su nombre y ella ve entre los rostros el de Verónica Mengod, en silencio, algo retrasada en segunda línea, tras las personas que tratan de ayudar tirando de los cuernos al animal, que lucha por subir siendo empujado desesperadamente por ella. Como en una secuencia de dibujos animados, la imagen de un tren que se acerca aceleradamente aparece y desaparece del plano, no se sabe si está a punto de irrumpir en la estación o si todavía queda algún tiempo para la maniobra de escape. La bocina suena cada vez más cerca y cuando lo hace un pavor se apodera de ella, que se esfuerza por sacar a la vaca de las vías pero ésta no ayuda, haciendo temer que todo sea en vano.
Verónica Mengod observa la escena desde arriba, clavando fijamente su mirada en ella, permaneciendo inmóvil y sin participar. Y después ocurre algo inesperado, asqueroso e inesperado. Mientras ella empuja, con las palmas de ambas manos juntas solapándose sobre el culo del animal, aprecia como una sustancia marrón de consistencia más o menos plástica asoma filtrándose entre sus dedos. Un olor nauseabundo acompaña a esa materia inmunda. Los gritos desde el andén le llegan amortiguados y ella se aferra a la parte posterior de la vaca en un estado como de hipnosis, sin ceder un ápice a las circunstancias adversas, mientras la mierda no cesa de salir a borbotones, antojándosele incontenible por momentos. Finalmente no le queda más remedio que ceder y se aparta del animal. Entonces comprende que es inútil continuar con lo que estaba haciendo porque observa como el montón de caca que sale del ano de la vaca forma un potente chorro que no tiene fin. Como es sabido, los tiempos que se manejan en el mundo de los sueños no son medibles con los parámetros de la física clásica, que si son útiles en el más acá. Y basándonos en esta teoría podríamos hacer un paréntesis y analizar la situación en que ella, de repente, se encontraba en esos momentos: en un sueño, en medio de las vías de una estación de metro, rodeada de las heces de una vaca a la que trata de ayudar a escapar de la llegada del convoy que se acerca, rugiendo su bocina; con el semblante impertérrito de Verónica Mengod, que desde lo alto del andén la contempla sin prestar ayuda. Un sueño en el que se mezclan sensaciones de impotencia, de asco, de terror. La caca del animal continúa fluyendo y cuando ella vuelve en sí e intenta reaccionar, el nivel de la defecación sobrepasa la altura de su cintura. Y sigue subiendo. Entonces le asalta la idea de que otro peligro, además del tren que se acerca, se cierne sobre ella y sus gritos se ahogan ante la impávida mirada que sobre la escena Verónica Mengod sostiene.
En la lucha por la supervivencia despega los pies del fondo de hormigón y comienza a dar brazadas en el nuevo medio. La alta densidad ralentiza los movimientos pero, a cambio, el haberse despojado de la posición bípeda le otorga la destreza necesaria para dirigirse hacia el borde del andén. Bracea junto a la vaca y, agarrándose a uno de los cuernos, toma impulso y se sitúa muy cerca del voladizo, donde las personas blanden sus brazos en actitud de ayuda. Las heces ya flotan entorno a su pecho. El animal estira el cuello y levanta el hocico, tratando de respirar por encima del nivel de ese río fétido, combatiendo contra su propia mierda. Entonces Verónica Mengod se abre camino entre los personajes y accede a la primera línea, situándose en cabeza de todos, en una posición que permite que ella la vea en un primer plano. Y es en ese momento cuando Verónica Mengod se prosterna, tendiendo su mano abierta hacia ella y sonriéndole por vez primera. Ella, en un decidido esfuerzo, extrae uno de sus brazos del pútrido elemento y lo aproxima a la mano de Verónica Mengod. Los dedos de ambos se rozan y ella siente un poco más cerca su salvación. Se enlazan, al fin, en un apretón, justo en el instante en el que el tren emerge del túnel, generando una onda en esa balsa repleta de caca en que se ha transformado la estación y que lo frena casi en seco, creándose una ola de mierda que como un tsunami avanza hacia ellas engulléndolo todo: el ensordecedor ruido de la bocina, el bramido desesperado de la vaca. Ella está asida por el antebrazo a Verónica Mengod y voltea su rostro para mirar esa ola temible que se aproxima. Después vuelve la cara hacia Verónica Mengod y se miran fijamente, un instante, y acto seguido ella, apoyando sus pies en el borde de hormigón del andén, que le sirve de palanca, empuja todo el peso de su cuerpo hacia atrás y arrastra en su caída a la Mengod, con ella, a las dos, que se hunden en la ola de mierda, junto al animal ahogándose, bajo la frenada del tren.
© Daniel Flores Vidal